La tristeza del pantano

Su reflejo en la copa vacía le hacía caras bajo la suave luz del sol marchante. Le devolvía los ojos vidriosos y apagados, la boca de sapo, la barba de varios días. Cuando la tarde por fin murió, se quedó irremediablemente solo. Con la cara hundida entre las manos se sentía como navegando en un velero que daba tumbos a merced de la marea. Marea que lo subía y lo bajaba y crecía y chocaba indiferente como un niño descubriendo un juguete, como el alcohol que en ese momento hacía olas en las costas de sus arterias. El ardor de los párpados sobre los ojos secos y el sutil sabor a bilis que le subía por la garganta no lo dejaban dormirse, lo mantenían en un estado de ensoñación vigilante que le recordaba los terrores cuando niño, cuando su madre tenía que acompañarlo hasta que lograba dormirse. Presintió sobre su pelo grasiento la suave mano que en aquel entonces le acariciaba mientras le cantaba canciones, le contaba cuentos o le pedía que imaginara cosas: un gato durmiendo sobre las nubes, una bicicleta aburrida, la vida de la gente que vivía en Júpiter.

—Imagina una casa —le decía suavemente, y él con los ojos cerrados hacía caso.

—Ahora, imagínala sin ventanas —continuaba con mucha lentitud—. Ahora, sin puertas, ahora sin paredes, sin piso, sin techo…

Y él abría despacio la boca y reprochaba —pero me voy a quedar sin casa.

—Sigue siendo tu casa —le respondía ella—. Intenta imaginarla.

Entonces él no respondía y se esforzaba por imaginar las cosas imposibles que su madre le proponía hasta que el sopor lo vencía.

Sentado en el banquillo con la cabeza en el mesón de la cocina, la caricia nunca llegó. Solo sintió entrar por la ventana que se había quedado abierta una brisa fría y húmeda que le lamió los brazos.


Había una vez, empezaban todos los cuentos de su madre y en particular este, un conejo caminante que vivía en la pradera cerca de donde tus abuelos. El señor conejo se dedicaba a pasear por el bosque buscando lechugas y zanahorias y a dormir sobre el pasto. Un día se aventuró a una zona del bosque a la que nunca había entrado, notó que en esa dirección el pasto era más verde y húmedo así que siguió caminando a ver si encontraba buena comida. La tierra se iba volviendo cada vez más suave hasta que el conejo se encontró frente a una enorme piscina de lodo en la que crecían diferentes árboles y ramales, el señor conejo nunca había visto un pantano antes. De repente, detrás de unas ramas saltó una criatura, estaba cubierta de lodo y su piel se veía viscosa, tenía los ojos separados y la boca grande y triste.

—¿Quién anda ahí queriéndose comer mis moscas? —exclamó el sapo.

—Buenas tardes, soy el señor conejo. ¿Quién es usted? —respondió el conejo.

—Soy Sapo el del pantano, ya he conocido a otros como tú. Aquí no encontrarás comida.

—Pero dígame, Sapo el del pantano, ¿Qué es este lugar?

—Ja, ja —se rio quedamente el sapo—. Esto, amigo mío, es el pantano, el único hogar que he conocido. El lodo me mantiene fresco y abundan las moscas… Tal vez deberías probarlo.

El conejo no estaba muy seguro de que pensar, pero el calor del día se estaba volviendo abrumador así que metió una pata en el lodo.

—Sr. Sapo, el lodo se siente horrible en mi pata, además no me deja moverme bien —reprochó el conejo.

—Eso es porque estás siendo precavido, una vez te sumerjas verás lo bueno que es —respondió el sapo.

Entonces el conejo metió otra pata. No le gustaba la sensación del lodo en su pelaje, pero tampoco le gustaba sentir tanto calor. Eventualmente, el sapo convenció al conejo de adentrarse en el lodo por completo.

—Sr. Sapo, no me siento bien —exclamó el conejo—. El lodo mancha mi blanco pelaje y me hace sentir sucio.

—A todos nos hace sentir sucios —respondió el sapo.

—Sr. Sapo, me quiero ir, pero siento que a cada paso que doy me hundo más, tengo miedo —dijo el conejo.

—Incluso yo con mis poderosas piernas, poco puedo hacer para escapar de este lodo. Lo mejor es que dejes de luchar y lo aceptes —respondió el sapo.

—Sapo, si sabías que me sentiría sucio y que al intentar salir quedaría atrapado, ¿Por qué me convenciste de entrar al pantano?

—Yo mismo estoy en el pantano hace mucho tiempo, alimentándome de las pocas moscas que pasan. No puedo decir que me guste, pero me he acostumbrado. El tiempo en que vivía en el estanque con los otros sapos me parece tan lejano que me da la impresión de que nunca sucedió. Alguna vez llovió tanto que el lodo se puso suave y habría podido escapar de haberlo querido, pero no lo hice. Y lo mismo te pasará a ti. Les pasa a todos los que caen al pantano.

El conejo cerró los ojos y dejó que el lodo calmara un poco el calor del día.


Siempre le dio la sensación de que más bien era el pantano el que entraba en el conejo y se apoderaba de su corazón.