Mientras sus labios

Mientras sus labios se deslizaban en mi cuello fui recordando todo lentamente, los últimos meses. Sus dedos bailaban sobre mi pecho como entonces nosotros bailábamos por la ciudad, yendo y viniendo, eternos merodeadores de secretos callejeros que no conocíamos, sólo nos acercábamos a ellos, a una idea de todo. Una idea de las calles, los carros y los peatones, de los cigarrillos y los teléfonos. Después volvíamos a nuestras madrigueras a soñar con salir otra vez al día siguiente, buscar un rumbo en las aceras y en la vida. Su respiración en mi oído se parecía a la niebla en las avenidas después de la lluvia, era un vaho que no permitía ver más allá. No es como si hubiera querido ver igualmente, buscar respuestas en el exterior era un sinsentido. Por eso salía, para ver que me decían los charcos y los espejos. Al final me chocaba con los límites de la ciudad, de su piel, luego el mundo se acababa, más allá de él no había nada. El peso de su cuerpo sobre el mío aplastándome contra la cama sin duda era la sofocante experiencia de estar vivo, de salir y volver, de no saber qué hacer, de querer y amar y sufrir y llorar y comer y follar; era el aplastante calor del sol al mediodía caminando por un parque sin arboles donde la gente tirada sobre el césped suelta pequeños suspiros de desesperación.

Un día caminando por la plaza central me detuve a comprar agua sin darme cuenta de que no tenía efectivo, en ese momento un hombre amable se ofreció a ayudarme. “Es solo una botella, no pasa nada ¿Cómo te llamas?”. Su sonrisa era sincera y sus manos eran grandes. Poco después murió en un accidente de tránsito, yo no me enteré pero es la única muerte posible para alguien así.

En otra ocasión, refugiándome de la lluvia en una librería coincidí con otro caballero que estaba buscando el mismo libro que yo. Intercambiamos algunas palabras sobre el autor y su asquerosa costumbre de no contar nada en páginas y páginas vomitivas repletas de eufemismos y florituras, hasta que al final me invitó un café, que acabó en una cerveza, que acabó en un vino, que acabó en otro café la mañana siguiente. No sé cómo murió porque no le vi bien la cara por lo que probablemente no lo hizo.

Finalmente, me decidí a salir una última vez antes de atreverme a imaginar mi propio fin. Iba por el separador de una gran avenida fumando un cigarrillo cuando levanté la mirada hacia el puente peatonal y vi a un hombre haciendo equilibrio en la baranda. No es mala idea si uno se sincroniza con algún camión grande que pueda terminar el trabajo en caso de que la caída no lo logre. Le ofrecí un cigarrillo antes de su gran hora y aceptó saltando hacia el interior del puente, al mundo de los peatones. Hablamos mucho mientras caminábamos, con el cigarrillo que le pasé le estaba contando que él era yo en un par de horas, que lo vi y me vi en sus córneas y también vi que su muerte no era ni por caída ni por camión y que era un desperdicio intentarlo; tirando la colilla dentro de un jardín me respondió que yo no sabía nada y que si lo llevaba a algún lado quizás me dejaba verme un poco más en sus ojos. Su muerte fue en aquel instante en que me mojaba el cuello con su respiración y el pecho con su sudor, justo antes de que su enorme peso me matara a mí también. Entonces un paro cardiaco, un pequeño cúmulo de grasa en una arteria, un disparo entrando por la ventana, algo… pero no pasó. Puede ser porque me miré mucho tiempo en sus córneas y entendí y lo perdoné, y lo perdonaron. Cuando terminó, el peso se hizo mayor, me aplastó con su cuerpo cansado, pero todavía más me aplastó con las lágrimas que empezó a depositar sobre mi hombro, por primera vez no me resultaron asquerosos los sollozos de otra persona.

Al día siguiente se había ido. Volví a salir como cada vez, como sale quien no tiene nada que hacer, como salen los veteranos de la vida a sentarse a alimentar palomas y esperar que algo pase. Ese día bajé las escaleras a media tarde, salí a la avenida y caminé hacia el centro de la ciudad. El movimiento de los carros y las personas siempre apuradas, responsables de moverlo todo, me parecía repugnante. Cada paso era un suplicio bajo el abrumador ruido de la calle y el calor del día, sentía desfallecer mis piernas y mi cabeza retumbar. Paré en La Estrella, un bar viejo donde se podía pedir una cerveza y nadie lo molestaba a uno, el dueño —que también era el cantinero— era un hombre decente que entendía su papel en las vidas de sus clientes y se limitaba a servir y escuchar. Salí del bar cuando las farolas de la calle ya se estaban encendiendo y pude caminar más tranquilo. En las calles pequeñas empezaban a salir los forasteros del día, los vagabundos, los adolescentes, los amantes prohibidos, los mafiosos roedores, los alcohólicos, los viejos conocidos de la miseria. Todos tienen la misma muerte porque siempre están involucrados en el eterno remolino de las casualidades, se tropiezan con algún inconveniente y en el último instante piensan en alguien que debería estarse pudriendo en vez de ellos, luego mueren.