En aquella tarde calurosa de fin de verano, cuando Learza terminó de nivelar la tierra sobre el cuerpo inerte de Teva, la única gota que corrió por su cara fue de sudor. Luego de horas de contemplar la tierra, luego de años de una vida que nunca sería la misma, las montañas a su alrededor seguían iguales. Sus cumbres blancas y grises estaban calladas, nada le decían. Antes de que el sol cayera, emprendió el corto viaje de regreso hasta su cabaña. Al llegar, por primera vez en muchos años, su primer destino no fue el estudio. Pasó al comedor, se sentó en una de las dos viejas sillas de madera que había y ahí se quedó mirando una vela hasta que oscureció. Y ahí estuvo contemplando la vela hasta que amaneció al día siguiente.
En las sombras danzantes que el fuego proyectaba en el alambique y en los cristales y que estos, a su vez, mostraban en la pared deformándose dolorosamente y contorsionándose con furia, Learza no fue capaz de adivinar aquello que su corazón anhelaba: un hechizo, un conjuro, una preparación que trajera a su amada de vuelta; una forma de ver sus ojos profundos por última vez otra vez o de oler por un segundo el frescor de sus cabellos; o al menos encontrar en ese fuego la valentía para suicidarse. En cualquier caso, algo que le permitiera estar con Teva una vez más. Al contrario, las sombras solo le mostraron el dolor de aquello que se rompe y se deforma y nunca vuelve a ser igual. Le recordaron el principio fundamental de su arte: todo se mueve, todo cambia. Todo está vivo y el principio de la vida es estar imbuida por el éter que lo atraviesa y lo conecta todo y es en sí mismo una energía inquieta que obliga al movimiento y a la transformación. Nunca se puede detener el eterno flujo del cambio, solo servirle de cauce. Los objetos más grandes requieren mucho éter para vivir y por eso el movimiento de los astros es lento pero inalterable por un humano. También la voluntad y la conciencia requieren una fuerza violenta para existir y por eso no es posible traer de vuelta a las plantas, a los animales o a las personas una vez que la enorme cantidad de energía que los mantenía vivos ha abandonado su cuerpo. Una vez que esto sucede, el gran compuesto que es el cuerpo del fallecido empieza a ser desensamblado por todo tipo de bichos y fuerzas de la naturaleza. Su sangre escapa de su cuerpo, su exterior se torna blanco inicialmente y luego ennegrece con los días y el fruto que es su carne es puesto en movimiento por hongos e insectos y depredadores. Un cuerpo enterrado nunca deja de ser presa de esos gusanos que ingieren pedazos diminutos de carne e ingresan a dejar sus larvas para que crezcan fuertes, esos que entran por los brazos y por el estómago y hasta por los ojos y que Learza ya se imaginaba atravesando las córneas de Teva en ese momento.
Sus viejas articulaciones se quejaron mientras se levantaba y se disponía a entonar las graves notas del cántico que usaba para conjurar el fuego, una canción que esencialmente era un agradecimiento por el calor y la luz y que, en ese momento, usó para encender los leños de la estufa donde cocinaba. Hizo té de hierbas y salió a la pradera.
No, no se puede traer a los muertos a la vida, la muerte es el hondo abismo que separa a las criaturas mundanas de los dioses que todo lo habitan y todo lo saben, ellos que sí pueden ver el éter moviéndose y acumulándose y palpitando allí donde lo haya y juegan con él como niños jugando con agua. Learza, como todo hechicero, conocía de primera mano la voluntad necia y caprichosa de los dioses que le hacían pagar de las formas más extravagantes el favor de prestarle su arte, que con el destino banal de los humanos se reían a carcajadas y hacían apuestas y rara vez se enojaban, pues nada hacían los tristes, trágicos y patéticos humanos, demasiado preocupados por sus propias vidas, que fuera de importancia alguna para los dioses.
Casi sin pensar, caminó por la pradera y se sentó en la enorme piedra en donde hacía sus agradecimientos diarios pues, a pesar de todo, Learza estaba profundamente agradecido con los dioses por prestarle la habilidad de transmutar el éter. Recitó las oraciones, hizo las reverencias y siguió caminando hasta adentrarse en el bosque al que iba a recolectar bayas, hierbas y a cazar peces en el riachuelo. Luego de aprovisionarse, volvió a la cabaña. Allí, puso en marcha sus manos que ya sabían con mente propia cada paso de cada receta de cada pócima, ungüento, aceite, fermento, brebaje y veneno que Learza conocía y que regularmente preparaba días antes de que llegara el mensajero a traerle encargos y llevar la mercancía a pueblos y ciudades que estaban muchas montañas más allá de sus montañas y en donde la preparación de influjos era un arte ya perdido.
Encendió el fuego y fue a macerar la montagria con la flor de quereres. Cuando el macerador se le cayó al suelo, nadie se apuró a levantarlo. En un alambique hervían multitud de flores de turquesita y gotadesangre destilando su esencia; y en una paila se doraban con ajo los hongos de ponzoña. El borbotoneo del vapor rompiendo contra la superficie del agua contrastaba con el craqueo de las diminutas explosiones de la mantequilla en la paila. Más allá de eso, la cocina estaba en silencio. Nadie tarareaba las notas de una oración, no había una historia ya contada cien veces siendo contada por ciento una vez como si hubiera pasado ayer, ni una voz suave y melodiosa recordando los mitos primeros sobre el nacer del sol y el primer río que, huyendo del frío, corrió montaña abajo hasta llenar los desiertos. Ese silencio se acumulaba en los poros de Learza como la humedad trepando lentamente por la madera.
Aun así, Learza siguió trabajando diligentemente. Esterilizó las botellas, recogió el primer menjurje del alambique y puso a confitar los caramelos de ponzoña. El viento en la pradera sacudía violentamente los árboles, creyó escuchar a lo lejos una avalancha en alguna de las montañas. Puso hojas molidas de menta con sangre de rata en el caldero para neutralizar el efecto de los hongos que acababa de fritar. Escuchaba el crepitar de las duelas bajo el peso de sus pies desnudos. Tomó el cuchillo con el que se cortaba el dedo o la punta de la oreja para imbuir los productos con su sangre y así sellar el pacto. El estruendo que provocaba en sus oídos el susurro de las duelas, la montaña, los árboles y el caldero se le hacía insoportable. Puso la punta del cuchillo en el lóbulo de su oreja izquierda mientras que su corazón tomaba velocidad y el mundo se le nublaba por las lágrimas. Un zumbido sordo le llenaba los oídos consecuencia de la fuerza con que apretaba la mandíbula… y Teva no limpiaba las lágrimas de sus mejillas, Teva no estaba cantando ni riendo, Teva no estaba y no estaría nunca más, a Teva en ese momento se le descomponía la carne sepultada, y el zumbido en los tímpanos… Teva, ¡Teva!
El conjuro del silencio por fin fue roto por el grito desconsolado de Learza justo antes de que un pedazo de su oreja cayera al piso. La sangre le manaba del lóbulo pero esa no fue la razón por la que se arrojó al suelo y lloró desconsoladamente hasta que la sangre se coaguló en el piso y en la punta del cuchillo.