La Brisa Invariable

La brisa invariable de fin del verano hacía mecer las ramas de la única acacia sobre la calle, le arrancaba hojas que bailaban largamente antes de tocar el asfalto. El Sol que moría con la tarde tras las montañas les sacaba destellos amarillos mientras giraban en el aire, mientras se perseguían unas a otras sin tocarse y jugaban al vals antes de quedar inexorablemente inertes en la acera. Cuando David salió a la calle ya la tarde se había ido y las hojas habían terminado su baile, descansaban sobre el marco de las ventanas, en el suelo y decoraban el retablo al lado de la puerta donde se anunciaba el nombre del muerto, su fecha de nacimiento y la fecha de hace tres días.

Los ojos de David, secos y enrojecidos, no se esforzaban por encontrar un objetivo. Estaban cansados de derramar lágrimas todo el día sobre su rostro inexpresivo, tal y como estaba ahora. Su cuerpo estaba inmóvil como estuvo durante todo el funeral en frente del ataúd, como lo encontró el vigilante que finalmente lo tuvo que sacar porque hace horas que había cerrado la funeraria. La noche le robaba el calor de los brazos y las mejillas y por fin le dio el suficiente vigor para empezar a caminar. Sus pasos retumbaban en el silencio y en su cabeza que desde hace tres días solo tenía un pensamiento: Sebastián.

Poco se había percatado de los detalles del día, pero ahora empezaba a recordar. Llegó tarde a la misa, cada paso fue un suplicio desde que se levantó y al caminar sentía que su estómago lo jalaba hacia el piso. Se sentó en la última banca lejos de los otros dolientes y no escuchó una palabra del sermón hasta que la gente se dispuso a salir de la iglesia. La familia tenía un almuerzo preparado con los amigos más cercanos y luego el funeral. David se quedó sentado en la banca durante el siguiente oficio de misa y luego se dispuso a caminar hacia la funeraria. Cuando llegó, la gente en la sala hablaba en susurros y ya no quedaba café ni bizcochos. Con su sigilo usual de patético, fue acercándose al ataúd sin casi levantar miradas, la madre si apenas le lanzó un vistazo rápido mientras hablaba con alguien más y su rostro fue duro como el que mira a un desconocido pasando por al lado en la calle. Allí estaba Sebastián, dentro del cajón de imponente madera brillante, excepto que lo que allí había no era Sebastián ni un resquicio de Sebastián, más bien era la crisálida de Sebastián. Eso pensaba David mientras veía sus pies caminar, excepto que no los veía; tampoco veía el ataúd, aunque pensaba en él. Detrás de sus ojos estaba la imagen de la banca. La banca y luego las montañas y luego la cripta, en ese orden una y otra vez mientras caminaba hasta que perdió completamente la noción del tiempo.

Sentía como el viento le enfriaba más la parte de las mejillas por donde habían corrido las lágrimas. ¿Por qué había llorado tanto por su muerte? No hace mucho que lo conocía, ni siquiera había alcanzado a definir el rol que ocupaba en su vida. Lo recordaba inclinado sobre su mesa trabajando, lo recordaba manejando tarde en la noche o también pasando las páginas de un libro. Finalmente logró que otra imagen viniera a su cabeza: sus manos. Manos con venas como cordilleras, de uñas magulladas y prolijamente cortadas. Manos que agitaban el martillo, que apretaban la palanca de cambios, que arrancaban con facilidad la maleza, que corrían ágilmente sobre las teclas negras y blancas. Sebastián era en buena medida sus manos, siempre decía que él no era lo que era sino lo que hacía.

El mundo fue pasando del azul al amarillo, y luego al rojo y al negro, lentamente sumergiéndose en la nada. Las calles con sus escasos postes y sus aún más escasas bombillas habrían sido un desafío para cualquiera que no fuera David, que nada conocía más allá de su pueblo, que había recorrido esas calles rotas infinitamente y hasta el hastío. Sus padres le insistían que el pueblo no era tan pequeño y que al menos no vivían en una vereda donde todo era más difícil pero eso no impidió que a temprana edad David desarrollara por su ecosistema la incomodidad del que lleva mucho tiempo sentado en una dura silla de madera y la desesperación del que sabe que todavía estará mucho más tiempo sentado allí. Siempre los mismos paisajes, las mismas personas, las mismas conversaciones. Los mismos días que fueron perdiendo sentido a medida que se fue haciendo viejo, a medida que se le arrugó la imaginación y le empezó a dar achaques en la bondad y dolores en la inocencia. Porque David era viejo, a esa edad ya era terriblemente viejo, lo suficiente para haber perdido la esperanza de algún día salir de su pueblo-laberinto. De modo que cada vez le era más insensato encontrarse en el mundo y eventualmente se acostumbró a no participar en él. Se pasaba el fin de semana mirando al techo con algún programa de fondo en la televisión. Tarde en las noches se sumergía en eternas sesiones de hipnotismo frente a la pantalla del computador. Sus ojos veían video tras video o sus manos jugaban partida tras partida de algún multijugador mientras su cerebro se sustraía cual pepino en vinagre hasta que el hambre o la luz del amanecer rescataban su conciencia del lago en que se hundía y entonces se iba a dormir, dispuesto a desperdiciar el día recuperándose solo para acometer otra vez la noche siguiente.

Su cuerpo no dejó de levantarse cada mañana para ir a clase, de hacer sus tareas y encargarse a medias de los quehaceres del hogar. Iba flotando río abajo y veía pasar los días y los meses y los años como hojas o ramitas flotando como él. Hasta que finalmente se graduó, recibió su título de bachiller de manos de un profesor que lo felicitó, y luego de una pausa incomoda, le quitó la mirada de encima para no tener que confesar que no se sabía su nombre. Su madre lloraba de orgullo y lo veía con una mirada tan tierna que le apretaba el corazón y lo hacía sentir culpable. Esa noche su padre se lo llevó a una de esas tiendas de barrio con mesitas en el andén en las que ponen una música viva y deprimente a partes iguales, lo sentó en una mesa y le puso en frente lo que él creía era la primera cerveza de su hijo. Brindaron por el niño que se acababa de formar y por el hombre que estaba comenzando a ser y entonces llegó la pregunta: ¿Qué hombre era ese que iba a ser? ¿A qué se dedicaría de ahora en adelante? De ese momento David recordaba el sabor amargo de la cerveza y el vacío en el estómago porque su padre, preocupado como estaba, se olvidó de pedir algo de comer. La verdad es que el futuro de su vida era algo que seguía sin preocuparle. Si hubiera sido honesto habría contestado que haría cualquier cosa que le permitiera irse de donde estaba y dejar de ser quien era, pero esa esperanza se le había quedado en uno de los salones de primaria, así que dio una respuesta que dejaría satisfecho a su padre y a él no le provocaba particular repulsión: presentaría los exámenes para entrar a la universidad. Por supuesto, iría a la Universidad X que quedaba en la ciudad a solo una hora en bus, no sabía lo que estudiaría pero eso le daba igual y por el momento su padre parecía satisfecho con su respuesta, incluso orgulloso de la sensatez y el buen juicio de su hijo.


Que poco cambiaron los días luego de la graduación. Faltaba tiempo aún para los exámenes así que sus padres le costearon un curso preparatorio. Todas las mañanas de martes a viernes. Como estaba libre por las tardes también lo instaron, le insistieron y finalmente lo obligaron a buscar un trabajo: (TRABAJO). Le explicaron que era bueno para él enfrentarse a la realidad del mundo, que le forjaría el carácter y también podría contribuir con los gastos del hogar. Lo cierto era que hacía falta el dinero; David lo sabía, lo veía en las miradas cansadas y preocupadas de sus padres. Por lo demás, no sintió un gran cambio en su vida. Siguió entregado sagradamente a la labor de evitar que se formaran pensamientos en su cabeza, asfixiándose con distracciones y evitando a la gente con un narcisimo adolescente y autocompasivo.

Las clases fueron más fáciles de lo que pensaba, consistían en escuchar un breve resumen de cada tema para luego responder las cartillas de selección múltiple. Casi le era difícil concentrarse por la simplicidad del contenido, aún así sus respuestas casi siempre estaban mal. En el receso que les daban a media mañana se dedicaba a