El edificio

El edificio se alzaba imponente. Desde abajo de las escaleras, las columnas que delineaban las puertas de madera sugerían el desafío, la aventura, y la valentía de quien osara entrar. Entré. Los estantes me dieron la bienvenida, como el Rey que llega a su castillo, allí me instalé y pasé la siguiente década adentro. Mi experiencia cotidiana se convirtió en el olor a papel viejo, el sonido de una página deslizándose contra otra, los mismos veintisiete símbolos una y otra vez en las más extravagantes combinaciones. El mundo siguió pasando pero yo no; me dediqué a hablar con aquellos profetas, la mayoría fallecidos hace mucho tiempo, que me dieron entrada a sus mundos con cada lomo que deslizaba de derecha a izquierda revelando el primer cuadro, siempre blanco, como un respiro inicial antes de comenzar la conversación. Conocí aventureros, piratas, periodistas, caballeros, pueblos, dictadores, granjeros, reyes, catedrales, oficinistas, ideas, guerras, tristezas, amores, imperios, melancolías, ojos, gatos, paredes, calles, a mí mismo y a los otros; esos últimos dos no tan bien. Cuando encontraba la misma historia una y otra vez con distintos personajes y en distintos lugares sabía que lo narrado había ocurrido de verdad, siempre cuentos de muerte y enfermedad; odas a la locura, a la decadencia, al miedo a lo diferente; imperios que caen por su propio peso; manos agarrándose de codos; hojas afiladas penetrando espaldas; fuegos incontrolables consumiendo casas, ciudades, historias.