Me despierto agradecido, agradecido del mero acto de despertar. Todo es lo mismo y es tan nuevo. La luz, el calor, el tacto suave de la sábana. Trabajo. Trabajo y no descanso, escucho música todo el día y no hablo con nadie. Escucho música y lloro, es tan hermosa. Abrazo mi soledad con genuina humlidad. No duermo por las noches: hay tanto por hacer. Escribo, pinto, leo y no estoy cansado; estoy tan felíz. Escucho música y cada canción tiene algo, el mensaje me atraviesa en cada ritmo y en cada letra. Bailo solo en mi habitación y grito las canciones y lloro fervoroso. Entiendo lo que dicen, cada canción es un símbolo que grita, y yo también grito, quisiera gritar, grito hacia adentro. Grito hasta dormirme y continúo soñando el sueño de la noche anterior, un sueño que olvido al despertarme. Despierto temprano con el corazón en la boca y cuando el miedo se va todo es tan nuevo. Agradezco todavía con el pecho oprimido y la opresión sigue, día tras día; me hace querer llorar de felicidad, me consume la nostalgia de vidas que aún no he vivído y me oprime. Me pesa, me supera, no puedo tolerar más esta felicidad divina que me quema el pecho hace siglos y me hace rogar por una muerte que se me antoja dulce, una muerte prometida que me martirize al fin y me haga estar finalmente agradecido.